Para empezar, los inversores deben replantearse el papel de los bonos en sus carteras. La razón es que la deuda pública ha dejado de cumplir su función histórica. Ya no es una garantía de ingresos estables y seguros, ni un depósito de valor ni, en realidad, una fuente de diversificación frente a la renta variable. Por consiguiente, las carteras tradicionales compuestas por un 60% de renta variable y un 40% de renta fija, con un sesgo de la asignación a bonos hacia títulos de deuda pública, han dejado de tener sentido.
De hecho, si los bancos centrales logran empujar al alza la inflación para, a continuación, devolver la política a unos niveles más normales que incluyan, entre otras cosas, subidas de los tipos de interés, los inversores corren el riesgo de sufrir pérdidas en sus carteras tanto de bonos como de acciones. Por lo tanto, es imprescindible que se replanteen la forma de construir sus carteras.
Al analizar este asunto conviene tener en cuenta algunas cuestiones. La primera que, aunque los bancos centrales introdujeron la relajación cuantitativa y otras medidas de emergencia tras la crisis financiera de 2008, su respuesta se centró mayoritariamente en respaldar al sector bancario. La segunda, que dicha intervención fue considerablemente menor que la que han llevado a cabo este año. Nuestros economistas calculan que, en aquel entonces, el valor de las inyecciones de liquidez ascendió a aproximadamente el 8% del PIB mundial. Este año es probable que la inyección de los bancos centrales suponga alrededor del 14% del PIB mundial.
La tercera y última, y tal vez la más importante, que los gobiernos aplicaron medidas de austeridad en los años posteriores a la crisis crediticia en un intento de recuperar el equilibrio presupuestario lo antes posible. En esta ocasión, los déficits se han disparado de forma generalizada y los gobiernos no han dado muestras de querer recuperar su generosidad hasta que haya transcurrido bastante tiempo. Por otra parte, los inversores deben tener en cuenta que este verano la Reserva Federal estadounidense modificó el marco de su política monetaria para priorizar el desempleo y la justicia social, y que manifestó su mayor predisposición a permitir un sobrecalentamiento de la inflación si en las primeras fases del ciclo económico resultaba ser demasiado baja.
Por consiguiente, mientras que hace 10 años la política monetaria y la fiscal se movían en direcciones opuestas, esta vez lo hacen al unísono. Mientras siga vigente el distanciamiento social y la actividad económica se vea constantemente interrumpida por los confinamientos, lo más probable es que todo este estímulo solo sirva para mitigar la consiguiente caída de la demanda.
No obstante, tan pronto como se vuelva a la interacción social normal y la gente vuelva a viajar, a comer fuera de casa, a acudir a espectáculos, a ir de tiendas y a trabajar como antes, estas enormes inyecciones de estímulos fiscales y monetarios empezarán a verse reflejadas en los precios de los bienes y servicios –y puede que más rápido de lo que muchos creen.
A más largo plazo, todo este estímulo también plantea riesgos para la estabilidad social. El enfoque de la política monetaria de los bancos centrales ya ha creado discordancias, al favorecer al capital en detrimento del trabajo. Es probable que estas discordancias tengan consecuencias importantes para los inversores en bonos.
En síntesis, la curva de Phillips –que describe la relación inversa entre desempleo e inflación– depende de las capacidades de fijación de precios relativas del capital y del trabajo. En condiciones normales, cuanto mayor es la demanda laboral, mayor es la capacidad de fijación de precios de los trabajadores, más rápido aumentan los salarios y, a continuación, la inflación. Pero, en la práctica, la relajación cuantitativa ha liberado el capital para las empresas, otorgándolas una capacidad de fijación de precios casi infinita, lo cual ha aumentado aún más el alejamiento entre el capital y el trabajo. La liberación del capital ha dado lugar a que no se haya asignado debidamente. Al mismo tiempo, es posible reducir el desempleo sin conferir al trabajo poder de negociación sobre los salarios. Tanto las opciones de compra de acciones para los directivos como las recompras de acciones y la falta de inversión productiva ponen a la economía en contra de los trabajadores. Esos desequilibrios se agravarán si la inflación empieza a aumentar más rápido que los salarios.
Ya hemos empezado a notar sus efectos. Al comenzar a resentirse de su falta de poder económico, los trabajadores han empezado a buscar otras soluciones que, en general, no son muy favorables para las empresas. El auge del populismo, los aranceles y las manifestaciones violentas forman parte de esta tendencia. Todo ello provocará una volatilidad del mercado aún mayor de la que hemos presenciado durante la última década, no solo en la renta variable, sino también en la renta fija.
Los esfuerzos de los bancos centrales por atenuar los efectos de las fluctuaciones del mercado no han hecho más que empeorar las cosas. Este intervencionismo genera autocomplacencia en los inversores y los incita a buscar rentabilidades, haciendo que los precios de los activos suban cada vez más hasta cotas que ya no se justifican según los fundamentales. Entonces sucede algo que lleva a los inversores a cuestionarse su optimismo y que se traduce en su desbandada del mercado, tras lo cual los bancos centrales se ven obligados a intervenir de nuevo.
Durante la última década, en el mercado de bonos estos ciclos se han venido produciendo cada 18 a 24 meses. Primero llegó la crisis financiera global de 2008, seguida de la crisis de la deuda soberana de la zona euro unos años más tarde. Luego sobrevinieron el “taper tantrum”, la crisis energética de 2016, la “Trumpflation” y, por último, la pandemia de coronavirus. No soy lo bastante perspicaz como para asegurar cuál será el próximo desencadenante, pero sí sé que algo pasará, porque la psicología de los inversores continúa siguiendo el mismo patrón.
Por ejemplo, a finales del año pasado creció nuestra preocupación por las elevadas valoraciones de los mercados de crédito. No podíamos predecir la pandemia de Covid-19, pero sabíamos que ocurriría algo que haría que los inversores se cuestionaran su visión del futuro. Tan pronto como se hizo evidente la magnitud de la pandemia, cundió el pánico entre los inversores y se produjo una huida masiva en la mayoría de las clases de activos. Grandes áreas del mercado de crédito pasaron de estar injustificadamente caras a excesivamente baratas.
Una vez más, los bancos centrales acudieron al rescate de los inversores y una vez más comenzaron a salir adelante. Dentro de poco, habrán llegado demasiado lejos. Con el tiempo, serán como ese personaje de dibujos animados que trepa por una cuerda que no está sujeta a nada. Llegarán al extremo deshilachado, mirarán a su alrededor presas del pánico y, de sopetón, caerán al vacío.
Ya pueden observarse valoraciones incorrectas en algunos componentes del mercado. Por ejemplo, el índice MOVE, que mide la volatilidad de los rendimientos de los “US Treasuries”, estaba cerca de sus mínimos históricos antes de la crisis. Repuntó durante marzo y abril, pero desde entonces ha vuelto a caer a sus niveles mínimos anteriores al coronavirus, los cuales no parecen sostenibles. Si la crisis del coronavirus empeora a corto plazo, la compresión de los rendimientos de los “US Treasuries” será aún mayor. Si se descubre una vacuna, los rendimientos subirán casi con toda seguridad. En ambos casos, la volatilidad aumentará.
En este caso resulta aún más importante maniobrar conforme al ciclo y mantener una postura “contrarian” sensata y cautelosa. Conviene buscar valor una vez pasados los episodios de pánico en el mercado –es decir, cuando los mercados de crédito generan rentabilidades como las de la renta variable con unos riesgos como los de la renta fija. Sin duda es necesario realizar un análisis exhaustivo y riguroso para evitar las trampas de valor.
Y entonces, cuando la confianza de los inversores empieza a precipitarse, cuando el crédito comienza a generar rentabilidades como las de la renta fija con riesgos como los de la renta variable, lo esencial es reequilibrarse y atrincherarse hasta la llegada del siguiente ciclo.
La gente suele olvidarse de que la volatilidad puede volver de manera muy repentina. Como ya he dicho, estos ciclos son mucho más frecuentes de lo que los inversores parecen dispuestos a admitir.
Las carteras tradicionales compuestas por un 60% de renta variable y un 40% de renta fija han dejado de tener sentido.
Entremedias, hay momentos interesantes para los inversores –períodos de perturbaciones del mercado y de dispersión significativa de los rendimientos– como los que tenemos ahora. Algunos activos pasan a estar sobrevalorados cuando atraen fuertes flujos, otros quedan olvidados a pesar de seguir ofreciendo valor. No obstante, en estos momentos es importante conservar una liquidez suficiente –lo que también significa ser consciente de que las coberturas de liquidez que parecen funcionar en los buenos tiempos podrían no funcionar cuando existe tensión de los mercados.
Los inversores sin restricciones pueden desplazarse libremente por los mercados para encontrar fuentes de valor. Naturalmente, deben ser ágiles y tener una percepción clara de los factores impulsores de un activo en particular y del mercado en su conjunto. Si lo consiguen, pueden contribuir a que los inversores obtengan lo que la deuda pública ya no puede darles: una rentabilidad razonable y estable, con escenarios bajistas controlados y una correlación lo más baja posible con los riesgos similares a los de la renta variable.
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