Son muchos los inversores que aún no se han percatado de que los bancos centrales han pasado de una política coordinada de relajación cuantitativa a un ajuste cuantitativo coordinado. En parte esto se debe a que los bancos centrales tuvieron que ser más elocuentes sobre las iniciativas que pusieron en marcha para apuntalar los mercados durante la crisis, mientras que ahora están tratando de normalizar las políticas sin desencadenar una conmoción. Al mismo tiempo, los responsables de las políticas económicas saben que no pueden hacerlo solos: son muy conscientes de las distorsiones que provocó el Banco Central Europeo cuando emprendió su camino en solitario y subió los tipos en 2011.
Tras la reunión de Sintra de 2017 (el foro sobre banca central que el BCE celebró en Portugal), empezó a evidenciarse que los bancos centrales estaban impulsando una mayor coordinación en el endurecimiento de sus políticas. Si nos fijamos en el Banco de Japón, con su “reducción de balance encubierta”, o en el Banco de Inglaterra, con dos aumentos de tipos desde su recorte de emergencia posterior al Brexit en 2016, en ninguno de los dos casos se justifica una política más restrictiva atendiendo a la mayoría de los indicadores de fundamentales económicos. Puede que la rigidez de los mercados laborales mundiales todavía perdure, pero la inflación se mantiene relativamente moderada y la tradicional relación de la curva de Phillips entre inflación y desempleo parece ser mucho menor que en el pasado.
Entonces, ¿por qué los bancos centrales hacen caso omiso de la moderación de las presiones sobre los precios y continúan endureciendo sus políticas? En esencia, esta ronda de normalización está impulsada por dos factores: en primer lugar, la preocupación de los bancos centrales por las consecuencias políticas de sus líneas de actuación anteriores y, en segundo lugar, su deseo de disponer de margen suficiente para adoptar medidas de flexibilización cuando el mundo experimente su próxima contracción económica.
La combinación de todas estas políticas (de los bancos centrales) ha fomentado indirectamente el populismo en todo el mundo.
Estos factores hacen que esta ronda de endurecimiento sea muy diferente de la observada en ciclos anteriores. Los banqueros centrales temen que, al provocar que los precios de los activos se inflen de forma tan exagerada, hayan ocasionado un desgarro en el tejido social. Como consecuencia del escaso crecimiento salarial y de la austeridad, las clases medias han llegado al límite de lo que podían soportar, mientras que una proporción cada vez mayor de la riqueza se ha concentrado en lo que se ha dado en llamar el “1 por ciento” de la población. Esto no ha sido beneficioso para un mundo en el que el crecimiento económico se basa en la creación y la expansión del crédito.
Simultáneamente, el poder adquisitivo se ha desplazado de las manos de un segmento económico con una elevada propensión marginal al consumo –considerado tradicionalmente como el motor de la economía– a las de otro que tiene una propensión al consumo muchísimo menor. Por eso la disminución del desempleo no ha suscitado el mismo impulso inflacionista que se había venido observando históricamente.
Los tipos de interés cero han creado otro problema: que, a efectos prácticos, se ha producido un traspaso masivo del poder de fijación de precios del trabajo al capital. La política monetaria ultraexpansiva ha ocasionado que el capital sea muy barato, o incluso en algunos casos gratuito, para las grandes empresas. Esto ha desalentado la inversión en favor de la ingeniería financiera en forma de recompras financiadas con deuda y dividendos. El efecto final ha sido la creación de distorsiones que trasladan el valor de los tenedores de bonos a los accionistas.
La combinación de todas estas políticas ha fomentado indirectamente el populismo en todo el mundo. Por consiguiente, los bancos centrales están intentando normalizar las políticas por diversas razones que no están necesariamente relacionadas con el aumento de las presiones inflacionistas.