Últimamente, el Reino Unido está en el disparadero. Pero, aunque algunos de sus sinsabores son autoinfligidos, básicamente todas las economías de los mercados desarrollados están en el mismo barco en lo que a estanflación se refiere. Además, tanto los bancos centrales como los gobiernos tienen dificultades para encontrar el camino a seguir.
Las décadas de política monetaria anticíclica han dejado unos balances inflados en los bancos centrales y unos presupuestos gubernamentales que no dan más de sí. Esto ha provocado situaciones en las que las economías cada vez son menos capaces de amortiguar las grandes conmociones de manera tangencial. Los acontecimientos imprevistos eran manejables durante la época anterior de bajo crecimiento y baja inflación –o, directamente, de deflación. En un contexto en el que los bancos centrales no tenían que preocuparse por la estabilidad de los precios, podían estimular las economías con nuevas inyecciones de liquidez en el tiempo y forma necesarios. Pero ahora eso ha cambiado.
Los responsables de las políticas económicas tienen las manos atadas debido a la inflación. Como los precios al consumo suben a un ritmo al menos cuatro veces superior a su objetivo, los bancos centrales ya no pueden utilizar sus herramientas para estimular las economías ni siquiera cuando empiezan a debilitarse. Su responsabilidad primordial es devolver la estabilidad a los precios, lo que significa reducir sus balances y subir los tipos de interés. Hasta que no tengan la certeza de que pueden devolver la inflación al 2% –en la mayoría de los casos–, sus instrumentos monetarios causarán dolor, como dejó claro el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell.
El gran riesgo para los inversores es que la Fed y los demás se excedan en el endurecimiento de la política monetaria, de la misma manera que mantuvieron una política excesivamente laxa en años anteriores. Dado que gran parte del poder de los bancos centrales para influir en los tipos de interés con plazos más largos, y por tanto en la economía, se debe a su credibilidad, se han mostrado reacios a admitir los errores de sus políticas en el pasado. Han argumentado que era imposible prever todos los efectos de sus decisiones dada la magnitud de las convulsiones económicas, como el coronavirus, y la incertidumbre sobre sus repercusiones. Defienden que solo es posible saber a posteriori que se equivocaron en su exceso de estímulos. En consecuencia, es probable que ahora se equivoquen en la dirección opuesta, para no dar la impresión de que siempre adoptan una postura conciliadora. A todo esto hay que sumar la presión política –los políticos están preocupados por la reacción de los votantes en las próximas elecciones ante el deterioro de su nivel de vida.
Los gobiernos, por su parte, tienen dificultades para elaborar políticas que apuntalen el crecimiento y protejan a sus ciudadanos más vulnerables –los que corren más riesgo de que la inflación deteriore su poder adquisitivo– sin avivar las presiones sobre los precios. En este caso, el riesgo de cometer un error político también es elevado, como quedó muy claro recientemente cuando la primera ministra británica, Liz Truss, presentó un programa de recorte de impuestos radical sin tener en cuenta lo que eso supondría para la deuda del sector público y provocó, como consecuencia, un descalabro del mercado de bonos del Reino Unido.
Todo lo anterior ha llevado a los bancos centrales a modificar sus funciones de toma de decisiones.
Dado que las subidas de los tipos de interés surten efecto con bastante retraso, aún no hemos observado las consecuencias de las medidas de endurecimiento adoptadas hasta ahora por los bancos centrales. Ahora el peligro para las economías es que los bancos centrales vayan demasiado lejos. Pero, teniendo en cuenta su punto de partida –el actual ciclo de endurecimiento se inició con unos tipos oficiales cero o incluso negativos–, es probable que los responsables de las políticas económicas crean que es más arriesgado no endurecer lo suficiente que endurecer demasiado.
Sin embargo, la cruda realidad es que las economías necesitan la inflación para erosionar el valor del enorme endeudamiento de los sectores público y privado que se han acumulado durante la pasada o las últimas dos décadas. La realpolitik significa que los bancos centrales bien podrían tener que aceptar una inflación más elevada de la que les exige su objetivo. Esto podría traducirse en un cambio en su cometido o, más probable, en que hagan la vista gorda cuando la inflación supere su objetivo, siempre y cuando no lo haga de manera desmesurada.
Mientras tanto, es probable que los bancos centrales avancen de forma natural hacia la adopción de monedas digitales, lo que les ayudará a orientar el estímulo de forma mucho más precisa y eficaz y les abrirá las puertas a otras herramientas políticas no convencionales. Por el momento, sin embargo, solo pueden contar con las herramientas contundentes que ya tienen.
Como consecuencia de esta combinación de limitaciones políticas, de los cambios en las funciones de reacción de los bancos centrales y del hecho de que los responsables de las políticas económicas no podrán mantener los tipos de interés contenidos en mínimos históricos, es probable que los mercados se enfrenten a nuevos aumentos de la volatilidad. Es probable que las fluctuaciones del mercado que hemos observado durante los últimos meses se conviertan en la norma, sobre todo en la renta fija. (Véase la fig. 1 – Índice MOVE)
Los puntos débiles de la renta fija en estos momentos se centran en la mayor inflación, el menor crecimiento y la liquidez mucho menor del mercado. Por otro lado, se ha producido una revisión de las valoraciones tan importante en todo el universo de renta fija que muchos bonos –soberanos y de crédito, desarrollados y emergentes– están empezando a parecer a buen precio. Lo más importante es que las tasas de duración de breakeven compensan cada vez más a los inversores por la volatilidad. Incluso en el extremo más arriesgado del mercado de crédito, las clases de bonos convertibles contingentes parecen ahora atractivas, con rendimientos cercanos al doble dígito o incluso de dos dígitos y precios al contado relativamente bajos que, para los inversores, suponen un menor riesgo bajista y unas mayores perspectivas de rentabilidades por encima de la media. Con el tiempo, este tipo de oportunidades probablemente se traducirán en unas rentabilidades anualizadas atractivas para los inversores. A diferencia de lo que ocurría hace 12 meses, cuando los inversores obtenían rentabilidades similares a las de la renta fija por asumir riesgos similares a los de la renta variable, ahora ocurre lo contrario: obtienen rentabilidades prospectivas similares a las de la renta variable por asumir riesgos similares a los de la renta fija.
No cabe duda de que el mundo es un lugar más complicado ahora de lo que era en vísperas de la pandemia de COVID-19. Y los responsables de las políticas económicas –tanto los bancos centrales como los gobiernos– tienen dificultades para encontrar el rumbo a seguir, entre la inflación, los altos niveles de deuda y unos acontecimientos que traen consigo una enorme incertidumbre –como la guerra de Ucrania. El mercado de bonos está destinado a sufrir una gran volatilidad. Sin embargo, empiezan a surgir oportunidades atractivas para los inversores, sobre todo en aquellas áreas en las que los diferenciales crediticios se han ampliado de forma considerable.
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